martes, 9 de diciembre de 2025

Ama de casa morbosa

 

En “Ama de Casa Morbosa”, Pol Ajenjo entrega un libro de poesía que se instala en una zona difícil de definir y, justamente por eso, profundamente fértil: un territorio donde la lengua se inflama sin desbordarse y la imagen se afila sin volverse estruendo. No es un poemario ni extenso ni escueto: encuentra una extensión justa, casi calibrada, que permite que el clima se sostenga, que la respiración poética no pierda pulso, que la voz conserve su intensidad sin agotarse. Esa precisión estructural es ya una declaración estética.

Desde el prólogo —que funciona menos como llave de entrada y más como ritual de advertencia— queda claro que Ajenjo no busca seducir con lo fácil. Se aventura en una poética de aridez lúcida, de acidez organizada, donde cada textura verbal responde a una ética de la concentración. La lengua es trabajada hasta el borde de lo decible y, aun rozando lo indecible, evita caer en lo brutal. La violencia, cuando aparece, es formal; la perturbación, antes que temática, es una operación sobre el lenguaje.

La escritura avanza como una juglaría sombría, una cadencia que entrelaza lo doméstico con lo ominoso. La figura del ama de casa —tan cargada culturalmente, tan asociada a lo cotidiano, lo servicial, lo materno— adquiere aquí una dimensión mitológica, casi sacrificial. En esa torsión recae uno de los grandes logros del libro: la capacidad de tomar símbolos reconocibles y tensarlos hasta volverlos inquietantes, sin que se pierda la belleza de la línea, sin que se descuadre la música interna del poema. No hay efectismo; hay precisión. No hay estridencia; hay ritmo, respiración, silencios.

El lector atento encontrará resonancias —no imitaciones— con la tradición de artistas como Fernando Noy, Urdapilleta y hasta Olga Orozco, sí. No en la cita, sino en la concepción del lenguaje como materia orgánica, capaz de incrustarse en el cuerpo del texto y modificarlo. Pol Ajenjo escribe, en su primer libro, desde una modernidad singular: no busca la ruptura abrupta, sino la sofisticación que se logra por torsión, por pliegues, por una sensibilidad que elige tensar las reglas antes que destruirlas.

Lejos de la poesía dura, explícita o efectista, Ama de Casa Morbosa apuesta a una sutileza que hiere sin ruido. Es un poemario que exige atención y que pide tiempo: no se entrega rápido, no se explica, no busca complacer. Es en esa negativa a lo inmediato donde gana su potencia: cada lectura deja una marca, una pequeña fisura.

Una capa que no puede obviarse: la belleza del gesto de un autor que, después de tantos años, finalmente publica. Hay algo conmovedor en esa demora, en ese pulido silencioso, en ese trabajo paciente que ahora sale a la luz. El libro respira esa madurez: la de quien ha vivido con sus poemas largo tiempo. “Ama de Casa Morbosa” es un debut tardío que no solo justifica la espera: la convierte en parte esencial de su fuerza. Recomiendo. (Meche Martínez)


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