En “Ama de Casa
Morbosa”, Pol Ajenjo entrega un libro de poesía que se instala en una zona
difícil de definir y, justamente por eso, profundamente fértil: un territorio
donde la lengua se inflama sin desbordarse y la imagen se afila sin volverse
estruendo. No es un poemario ni extenso ni escueto: encuentra una extensión
justa, casi calibrada, que permite que el clima se sostenga, que la respiración
poética no pierda pulso, que la voz conserve su intensidad sin agotarse. Esa
precisión estructural es ya una declaración estética.
Desde el prólogo
—que funciona menos como llave de entrada y más como ritual de advertencia—
queda claro que Ajenjo no busca seducir con lo fácil. Se aventura en una
poética de aridez lúcida, de acidez organizada, donde cada textura verbal
responde a una ética de la concentración. La lengua es trabajada hasta el borde
de lo decible y, aun rozando lo indecible, evita caer en lo brutal. La
violencia, cuando aparece, es formal; la perturbación, antes que temática, es
una operación sobre el lenguaje.
La escritura
avanza como una juglaría sombría, una cadencia que entrelaza lo doméstico con
lo ominoso. La figura del ama de casa —tan cargada culturalmente, tan asociada
a lo cotidiano, lo servicial, lo materno— adquiere aquí una dimensión
mitológica, casi sacrificial. En esa torsión recae uno de los grandes logros
del libro: la capacidad de tomar símbolos reconocibles y tensarlos hasta
volverlos inquietantes, sin que se pierda la belleza de la línea, sin que se
descuadre la música interna del poema. No hay efectismo; hay precisión. No hay
estridencia; hay ritmo, respiración, silencios.
El lector atento
encontrará resonancias —no imitaciones— con la tradición de artistas como
Fernando Noy, Urdapilleta y hasta Olga Orozco, sí. No en la cita, sino en la
concepción del lenguaje como materia orgánica, capaz de incrustarse en el
cuerpo del texto y modificarlo. Pol Ajenjo escribe, en su primer libro, desde
una modernidad singular: no busca la ruptura abrupta, sino la sofisticación que
se logra por torsión, por pliegues, por una sensibilidad que elige tensar las
reglas antes que destruirlas.
Lejos de la poesía
dura, explícita o efectista, Ama de Casa Morbosa apuesta a una sutileza que
hiere sin ruido. Es un poemario que exige atención y que pide tiempo: no se
entrega rápido, no se explica, no busca complacer. Es en esa negativa a lo
inmediato donde gana su potencia: cada lectura deja una marca, una pequeña
fisura.
Una capa que no
puede obviarse: la belleza del gesto de un autor que, después de tantos años,
finalmente publica. Hay algo conmovedor en esa demora, en ese pulido
silencioso, en ese trabajo paciente que ahora sale a la luz. El libro respira
esa madurez: la de quien ha vivido con sus poemas largo tiempo. “Ama de Casa
Morbosa” es un debut tardío que no solo justifica la espera: la convierte en
parte esencial de su fuerza. Recomiendo. (Meche Martínez)

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