Por
Meche Martínez
Los premios
existen, dicen, para reconocer lo mejor. Pero en el fondo, sospecho que son una
excusa más humana y luminosa: reunirnos. Aplaudirnos. Mirarnos de cerca.
Confirmar que seguimos siendo parte de una misma familia de locos que creen en
el arte como salvación.
Los Premios
Hugo son la gran fiesta del teatro musical argentino. Nacieron para abrazar
a una comunidad inmensa de talentos: actores, cantantes, coreógrafos, músicos,
técnicos, soñadores. Y aunque no es el género que más frecuento —yo, más amiga
del texto que del tap— debo reconocer que allí hay una energía difícil de
describir: una mezcla de destreza, entrega y pasión que contagia, incluso a los
más literarios del clan.
Los
premios, en general, nos regalan ese momento en que alguien nos señala, nos
distingue, y por un instante creemos que todo el esfuerzo valió la pena. Nos
permiten agradecer en voz alta —a los que están, a los que partieron, a los que
fueron el motivo o la excusa— y que esas palabras, dichas entre lágrimas y
luces, queden resonando en la tierra o se eleven hasta el cielo.
También nos
regalan la posibilidad de usar ese vestido guardado “por si acaso”, de abrazar
sin apuro, de encontrarse con colegas y amigos con quienes casi nunca hay
tiempo para brindar. Y de paso, de sentirnos, aunque sea por una noche, en los
Oscar de nuestra propia película.
Por
supuesto, uno siempre piensa que algunos premios son más merecidos que otros,
que ciertos nombres faltaron, o que los empates deberían haber sido muchos más.
Pero así son los premios: una mezcla de justicia, emoción y subjetividad,
condimentada con un poquito de azar y bastante afecto.
Anoche, en
el Teatro Coliseo, lo que más se respiraba era alegría. Esa alegría genuina de
los artistas cuando saben que, más allá del resultado, forman parte de algo que
los trasciende. Y eso, me parece, es el verdadero premio.
(Meche
Martínez)
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