martes, 4 de noviembre de 2025

Premios Hugo 2025



Por Meche Martínez

Los premios existen, dicen, para reconocer lo mejor. Pero en el fondo, sospecho que son una excusa más humana y luminosa: reunirnos. Aplaudirnos. Mirarnos de cerca. Confirmar que seguimos siendo parte de una misma familia de locos que creen en el arte como salvación.

Los Premios Hugo son la gran fiesta del teatro musical argentino. Nacieron para abrazar a una comunidad inmensa de talentos: actores, cantantes, coreógrafos, músicos, técnicos, soñadores. Y aunque no es el género que más frecuento —yo, más amiga del texto que del tap— debo reconocer que allí hay una energía difícil de describir: una mezcla de destreza, entrega y pasión que contagia, incluso a los más literarios del clan.

Los premios, en general, nos regalan ese momento en que alguien nos señala, nos distingue, y por un instante creemos que todo el esfuerzo valió la pena. Nos permiten agradecer en voz alta —a los que están, a los que partieron, a los que fueron el motivo o la excusa— y que esas palabras, dichas entre lágrimas y luces, queden resonando en la tierra o se eleven hasta el cielo.

También nos regalan la posibilidad de usar ese vestido guardado “por si acaso”, de abrazar sin apuro, de encontrarse con colegas y amigos con quienes casi nunca hay tiempo para brindar. Y de paso, de sentirnos, aunque sea por una noche, en los Oscar de nuestra propia película.

Por supuesto, uno siempre piensa que algunos premios son más merecidos que otros, que ciertos nombres faltaron, o que los empates deberían haber sido muchos más. Pero así son los premios: una mezcla de justicia, emoción y subjetividad, condimentada con un poquito de azar y bastante afecto.

Anoche, en el Teatro Coliseo, lo que más se respiraba era alegría. Esa alegría genuina de los artistas cuando saben que, más allá del resultado, forman parte de algo que los trasciende. Y eso, me parece, es el verdadero premio.

(Meche Martínez)

 

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